Saturday, September 10, 2011

La Ventana Azul


En una calle angosta, desigual y con aceras altas se encontraban ubicadas dos casas que parecían hechas con molde para tortas, no sólo por ser exactamente iguales, sino también debido a su semejanza con un ponqué cubierto de nevazúcar, daban la impresión de ser esponjosas y blandas al tacto.
            A las casitas-torta les había sido  arrancado un trozo de pared y en su lugar  habían colocado una ventana de barrotes de madera, pintados de un azul intenso, de ese azul con el que comúnmente adornan sus botes los pescadores en los pueblos de la costa.  Curiosamente las casitas quedaban una frente a la otra, de tal forma que en una fotografía podría pensarse que una de las dos era el reflejo en un espejo de la otra.
            Dentro de una de estas casitas vivía Cecilia, quien hacía ya varios meses observaba con curiosidad un carro plateado, que debido al sol de la mañana reflejaba rayos de luz sobre su ventana e interrumpía sus sueños huecos y vacíos, o que, por el contrario, le hacían cerrar los ojos cuya mirada mantenía firme sobre el techo contando las varillas de caña amarga o siguiendo el lento y minucioso paso de una araña tejedora, que dicho sea de paso, era más laboriosa que ella.  Cuando el destello de luz interrumpía su tranquilidad, Cecilia, con un impulso inusual y que sólo la invadía ante acontecimientos importantes, se levantaba de su cama y, silenciosamente, temiendo ser descubierta, se colocaba detrás de la ventana a medio abrir.  En ese momento, el oído, la vista y el olfato le funcionaban con una sensibilidad que la dejaban pasmada y muy orgullosa de sí misma. Podía reconocer en cualquier parte ese carro, la mujer que lo conducía y sobre todo, el perfume tan sabroso que usaba –“Huele a billete... ese debe ser de bien lejos”-
            Su distracción característica la dotaba de una concentración de cirujano.  No dejaba escapar ni un solo detalle, disfrutaba al máximo esa vivencia que se iniciaba con el destello de luz en su habitación y culminaba cuando ya no le era posible ver el carro, ni oír el ruido del motor.  No obstante, en oportunidades, estaba tan alejada de la realidad circundante que se quedaba atrapada dentro de la suya, aquella que vivía a través de la ventana, detrás de la pared esponjosa y en el círculo de imágenes que danzaban acopladamente en su cabeza cubierta de rizos color castaño.
Durante seis meses se repitió, sin mucha variación, la misma imagen delante de la ventana y cada vez la observaba como algo novedoso tratando de conseguir el detalle que le permitiera descifrar el enigma.  Ese instante, esos minutos, llenaban su pecho y sus pensamientos; aunque aquellos que la conocían opinaban que no tenía ninguno. “¿Quién será esa mujé? ¿Será que tiene algo con Rolando?  -El sale pá  la puerta cuando se va y le da un beso”. Se hacía varias conjeturas y sufría por ellas, pero rápidamente las desechaba. “–No creo,  esa señora parece muy fina y rica, para fijarse en un muchacho de pueblo y limpio.  ¡Que va!” Pero su misma ansiedad la llevaba afirmar: “aunque no será la primera vez, yo lo he visto en novelas.”
            Estos argumentos contradictorios la invadían alterando la tranquilidad de su rutina y sólo los olvidaba cuando el túnel del sueño la trasladaba tras la ventana vecina.  Rolando, solícito, abandonaba el caballete y la recibía con su sonrisa de niño y gestos de hombre. La acariciaba y le hacía el amor dejando en su vida y en su piel restos de óleo húmedo que aún tenía en sus dedos. Al despertar, Cecilia corría al baño y se duchaba con abundante jabón para borrar cualquier huella que pudiera delatar sus amoríos.

Marina Sandoval  – Dic 1999 - Feb 2002

Friday, September 9, 2011

La Ventana Azul

 

            En una calle angosta, desigual y con aceras altas se encontraban ubicadas dos casas que parecían hechas con molde para tortas, no sólo por ser exactamente iguales, sino también debido a su semejanza con un ponqué cubierto de nevazúcar, daban la impresión de ser esponjosas y blandas al tacto.
            A las casitas-torta les había sido  arrancado un trozo de pared y en su lugar  habían colocado una ventana de barrotes de madera, pintados de un azul intenso, de ese azul con el que comúnmente adornan sus botes los pescadores en los pueblos de la costa.  Curiosamente las casitas quedaban una frente a la otra, de tal forma que en una fotografía podría pensarse que una de las dos era el reflejo en un espejo de la otra.
            Dentro de una de estas casitas vivía Cecilia, quien hacía ya varios meses observaba con curiosidad un carro plateado, que debido al sol de la mañana reflejaba rayos de luz sobre su ventana e interrumpía sus sueños huecos y vacíos, o que, por el contrario, le hacían cerrar los ojos cuya mirada mantenía firme sobre el techo contando las varillas de caña amarga o siguiendo el lento y minucioso paso de una araña tejedora, que dicho sea de paso, era más laboriosa que ella.  Cuando el destello de luz interrumpía su tranquilidad, Cecilia, con un impulso inusual y que sólo la invadía ante acontecimientos importantes, se levantaba de su cama y, silenciosamente, temiendo ser descubierta, se colocaba detrás de la ventana a medio abrir.  En ese momento, el oído, la vista y el olfato le funcionaban con una sensibilidad que la dejaban pasmada y muy orgullosa de sí misma. Podía reconocer en cualquier parte ese carro, la mujer que lo conducía y sobre todo, el perfume tan sabroso que usaba –“Huele a billete... ese debe ser de bien lejos”-
            Su distracción característica la dotaba de una concentración de cirujano.  No dejaba escapar ni un solo detalle, disfrutaba al máximo esa vivencia que se iniciaba con el destello de luz en su habitación y culminaba cuando ya no le era posible ver el carro, ni oír el ruido del motor.  No obstante, en oportunidades, estaba tan alejada de la realidad circundante que se quedaba atrapada dentro de la suya, aquella que vivía a través de la ventana, detrás de la pared esponjosa y en el círculo de imágenes que danzaban acopladamente en su cabeza cubierta de rizos color castaño.
Durante seis meses se repitió, sin mucha variación, la misma imagen delante de la ventana y cada vez la observaba como algo novedoso tratando de conseguir el detalle que le permitiera descifrar el enigma.  Ese instante, esos minutos, llenaban su pecho y sus pensamientos; aunque aquellos que la conocían opinaban que no tenía ninguno. “¿Quién será esa mujé? ¿Será que tiene algo con Rolando?  -El sale pá  la puerta cuando se va y le da un beso”. Se hacía varias conjeturas y sufría por ellas, pero rápidamente las desechaba. “–No creo,  esa señora parece muy fina y rica, para fijarse en un muchacho de pueblo y limpio.  ¡Que va!” Pero su misma ansiedad la llevaba afirmar: “aunque no será la primera vez, yo lo he visto en novelas.”
            Estos argumentos contradictorios la invadían alterando la tranquilidad de su rutina y sólo los olvidaba cuando el túnel del sueño la trasladaba tras la ventana vecina.  Rolando, solícito, abandonaba el caballete y la recibía con su sonrisa de niño y gestos de hombre. La acariciaba y le hacía el amor dejando en su vida y en su piel restos de óleo húmedo que aún tenía en sus dedos. Al despertar, Cecilia corría al baño y se duchaba con abundante jabón para borrar cualquier huella que pudiera delatar sus amoríos.

Marina – Dic 1999 - Feb 2002